31 de julio de 2017

Llega el Invierno.

Tenía el pelo de plata y los ojos azules como un glaciar. Destellaban igual que las estrellas y era tan mortífera como el invierno. El mismo invierno que se había llevado a su hermano, y con ello, la sonrisa de su rostro.
–Mika.
La chica se giró, acercándose un par de pasos al chico moreno que había hablado. Tenía el pelo negro ensortijado, y sus ojos verdes contrastaban con su piel oscura. Su rostro estaba tan serio como el de la muchacha, pero en sus ojos aun había cabida para la alegría, aunque no la encontrase.
–Vienen. Los lobos se acercan.
Mika asintió despacio, devolviendo la vista al horizonte. El sol empezaba a ocultarse entre las montañas tiñendo el cielo de rojo y naranja. Las nubes se movían perezosamente hacia el sur, encaminándose a la inmediata destrucción que los aullidos de los lobos anunciaban.
La chica desenvainó la espada que llevaba al cinto. Era fina, delgada y ligera. Mortífera, como ella. Nunca la veían venir. Era certera. Bastaba un paso y una danza y el acero se hundía en su cuello. Otra vuelta, sus pies volaban y los muertos caían a su paso. Rápida. Posó la hoja sobre la palma de su mano, haciéndola girar delicadamente entre sus dedos. Un hilo de sangre empezó a deslizarse por su mano, pero hizo caso omiso, mirando la espada. Apoyó la frente en la hoja, y rezó una rápida oración que ya no significaba nada para ella. Sólo lo repetía para que su hermano se sintiera satisfecho si podía oírla desde algún lado.
–Cyon. Prepárate. No caeremos sin luchar.
Cyon la miró fijamente, sintiendo el frío que la acompañaba subirle por la columna. Entrelazó los dedos índice y corazón y se hizo una seña sobre el corazón antes de inclinar ligeramente la cabeza. No dudó cuando se descolgó el arco de la espalda y cogió una de las flechas el carcaj que colgaba a su cintura.
–Pero caeremos.
Mika no contestó enseguida. Le devolvió la mirada. Sus ojos destellaron como dos estrellas, y Cyon supo que su hermano estaba allí con ella. Siempre estaba allí. Casi podía ver su silueta, su pelo anaranjado y su sonrisa de oreja a oreja, abrazando su pierna y tirándole suavemente de la camisa para llamar su atención. Y casi podía imaginarse a Mika revolviéndole el pelo y sonriéndole con cariño.
Casi. Pero esa Mika no estaba, y nunca estaría. Nunca volvería a esbozar una sonrisa, y sus ojos solo brillarían con la luz de las estrellas, pero seguirían siendo gélidos como el glaciar. Nunca volvería a ver a la Mika que tanto había amado. Nunca le devolvería ese amor en esa mirada. Ya no quedaba amor en esos ojos azules. Su hermano se había llevado todo. Hasta las ganas de vivir.
Pero nadie podría quitarle las ganas de combatir. Por eso apartó la mirada, dirigiéndola al horizonte. El naranja y el rojo habían sido engullidos por un crudo azul, pero las estrellas parecían brillar lo suficiente para iluminar su camino. Como una senda celestial que les guiaba. Les guiaba a la muerte. Pero irían juntos.
–Luchando –dijo Mika al fin. Cyon asintió. Se pegó a su amiga, dejando que el silencio dijera todo lo que él no era capaz de decir, aunque ella fuera incapaz de sentir lo mismo. Y aunque no lo sintiera, estar a su lado era suficiente para él.
Al lado del invierno que nunca se disipaba, por un verano que nunca llegaba. Al lado de los ojos azules que le habían guiado, de la sonrisa que jamás volvería a esbozar. Al lado de la gran Mika. La heroína de plata más rápida que la tormenta.
–Caeremos –repitió Cyon, pero esta vez sonreía. Cargó una flecha en el arco, apuntó al cielo y disparó. Se escuchó el silbar de la flecha, se perdió en el horizonte, y tras unos largos segundos, se escuchó un chillido. Los aullidos lo siguieron. Los lobos volvían a reclamar su tierra.
Pero esta vez la tormenta los esperaba. Mika aferró la mano de su compañero, haciendo silbar el viento al paso de su espada. Apretó su mano con fuerza. Cyon le devolvió el apretón.

–Caeremos –insistió Mika. –Pero ellos caerán con nosotros. 

27 de junio de 2017

Rooftop.

Le encantaba pasearse por los tejados. Bailar encima de las tejas, sentarse en lo alto de las chimeneas, estirar una mano para intentar tocar las estrellas, prometerse que el próximo día todo iría mejor. Incluso cuando sabía que era mentira. No le importaba romper aquellas promesas porque ya estaba acostumbrada. Nunca le habían hecho una que fuese cierta.
Aquel día estaba en el tejado más alto, mirando por encima del hombro a todas esas personas que siempre la miraban así a ella. Le parecían pequeñas. Pequeñas como hormigas. Pensaba que aplastarlas sería tan fácil como eso, y se reía. Porque ella era una bailarina de tejado y pensaba que podía hacer lo que quisiera. Mientras estuviera allí arriba con las estrellas al alcance de los dedos y sus alas hechas de promesas rotas.
–¿Tienes miedo?
Ella ladeó la cabeza. Sus alas se mecieron a su espalda y siguió el rastro de una estrella fugaz con los dedos.
–No –mintió. Mintió como siempre lo hacía: con una sonrisa estampada en la cara y su mirada cargada de fuego. No era difícil adivinar cuando decía la verdad. Cuando su cabeza estaba gacha y ya no le quedaban fuerzas suficientes para levantar las alas.
Pero no era aquella noche. Aquella noche era especial. Porque se sentía más poderosa que nunca. Porque sus alas estaban rotas y pesaban a su espalda, porque las estrellas ya no querían seguir el juego de sus dedos y porque no sólo su mirada estaba cargada de fuego.
–Siempre lo he esperado.
Y volvía a mentir. Pero aquella vez fue la primera difícil. Se le escapó en un susurro y todos sabíamos que nunca más levantaría sus alas. Pero no nos importó. Porque a nadie le importa una hormiga que pasa corriendo a su lado.
Pero aquella hormiga se marchaba con sus alas ensangrentadas por delante y una risa. Una risa que se quedó grabada para siempre entre el fuego.

El fuego que nos consumió a todos.