Tenía el
pelo de plata y los ojos azules como un glaciar. Destellaban igual que las
estrellas y era tan mortífera como el invierno. El mismo invierno que se había
llevado a su hermano, y con ello, la sonrisa de su rostro.
–Mika.
La chica
se giró, acercándose un par de pasos al chico moreno que había hablado. Tenía
el pelo negro ensortijado, y sus ojos verdes contrastaban con su piel oscura. Su
rostro estaba tan serio como el de la muchacha, pero en sus ojos aun había
cabida para la alegría, aunque no la encontrase.
–Vienen.
Los lobos se acercan.
Mika
asintió despacio, devolviendo la vista al horizonte. El sol empezaba a
ocultarse entre las montañas tiñendo el cielo de rojo y naranja. Las nubes se
movían perezosamente hacia el sur, encaminándose a la inmediata destrucción que
los aullidos de los lobos anunciaban.
La chica
desenvainó la espada que llevaba al cinto. Era fina, delgada y ligera.
Mortífera, como ella. Nunca la veían venir. Era certera. Bastaba un paso y una
danza y el acero se hundía en su cuello. Otra vuelta, sus pies volaban y los
muertos caían a su paso. Rápida. Posó la hoja sobre la palma de su mano,
haciéndola girar delicadamente entre sus dedos. Un hilo de sangre empezó a
deslizarse por su mano, pero hizo caso omiso, mirando la espada. Apoyó la
frente en la hoja, y rezó una rápida oración que ya no significaba nada para
ella. Sólo lo repetía para que su hermano se sintiera satisfecho si podía oírla
desde algún lado.
–Cyon.
Prepárate. No caeremos sin luchar.
Cyon la
miró fijamente, sintiendo el frío que la acompañaba subirle por la columna.
Entrelazó los dedos índice y corazón y se hizo una seña sobre el corazón antes
de inclinar ligeramente la cabeza. No dudó cuando se descolgó el arco de la
espalda y cogió una de las flechas el carcaj que colgaba a su cintura.
–Pero
caeremos.
Mika no
contestó enseguida. Le devolvió la mirada. Sus ojos destellaron como dos
estrellas, y Cyon supo que su hermano estaba allí con ella. Siempre estaba
allí. Casi podía ver su silueta, su pelo anaranjado y su sonrisa de oreja a
oreja, abrazando su pierna y tirándole suavemente de la camisa para llamar su
atención. Y casi podía imaginarse a Mika revolviéndole el pelo y sonriéndole
con cariño.
Casi. Pero
esa Mika no estaba, y nunca estaría. Nunca volvería a esbozar una sonrisa, y
sus ojos solo brillarían con la luz de las estrellas, pero seguirían siendo
gélidos como el glaciar. Nunca volvería a ver a la Mika que tanto había amado.
Nunca le devolvería ese amor en esa mirada. Ya no quedaba amor en esos ojos
azules. Su hermano se había llevado todo. Hasta las ganas de vivir.
Pero nadie
podría quitarle las ganas de combatir. Por eso apartó la mirada, dirigiéndola
al horizonte. El naranja y el rojo habían sido engullidos por un crudo azul,
pero las estrellas parecían brillar lo suficiente para iluminar su camino. Como
una senda celestial que les guiaba. Les guiaba a la muerte. Pero irían juntos.
–Luchando –dijo
Mika al fin. Cyon asintió. Se pegó a su amiga, dejando que el silencio dijera
todo lo que él no era capaz de decir, aunque ella fuera incapaz de sentir lo
mismo. Y aunque no lo sintiera, estar a su lado era suficiente para él.
Al lado
del invierno que nunca se disipaba, por un verano que nunca llegaba. Al lado de
los ojos azules que le habían guiado, de la sonrisa que jamás volvería a
esbozar. Al lado de la gran Mika. La heroína de plata más rápida que la
tormenta.
–Caeremos –repitió
Cyon, pero esta vez sonreía. Cargó una flecha en el arco, apuntó al cielo y
disparó. Se escuchó el silbar de la flecha, se perdió en el horizonte, y tras
unos largos segundos, se escuchó un chillido. Los aullidos lo siguieron. Los lobos
volvían a reclamar su tierra.
Pero esta
vez la tormenta los esperaba. Mika aferró la mano de su compañero, haciendo
silbar el viento al paso de su espada. Apretó su mano con fuerza. Cyon le
devolvió el apretón.
–Caeremos –insistió
Mika. –Pero ellos caerán con nosotros.