27 de junio de 2017

Rooftop.

Le encantaba pasearse por los tejados. Bailar encima de las tejas, sentarse en lo alto de las chimeneas, estirar una mano para intentar tocar las estrellas, prometerse que el próximo día todo iría mejor. Incluso cuando sabía que era mentira. No le importaba romper aquellas promesas porque ya estaba acostumbrada. Nunca le habían hecho una que fuese cierta.
Aquel día estaba en el tejado más alto, mirando por encima del hombro a todas esas personas que siempre la miraban así a ella. Le parecían pequeñas. Pequeñas como hormigas. Pensaba que aplastarlas sería tan fácil como eso, y se reía. Porque ella era una bailarina de tejado y pensaba que podía hacer lo que quisiera. Mientras estuviera allí arriba con las estrellas al alcance de los dedos y sus alas hechas de promesas rotas.
–¿Tienes miedo?
Ella ladeó la cabeza. Sus alas se mecieron a su espalda y siguió el rastro de una estrella fugaz con los dedos.
–No –mintió. Mintió como siempre lo hacía: con una sonrisa estampada en la cara y su mirada cargada de fuego. No era difícil adivinar cuando decía la verdad. Cuando su cabeza estaba gacha y ya no le quedaban fuerzas suficientes para levantar las alas.
Pero no era aquella noche. Aquella noche era especial. Porque se sentía más poderosa que nunca. Porque sus alas estaban rotas y pesaban a su espalda, porque las estrellas ya no querían seguir el juego de sus dedos y porque no sólo su mirada estaba cargada de fuego.
–Siempre lo he esperado.
Y volvía a mentir. Pero aquella vez fue la primera difícil. Se le escapó en un susurro y todos sabíamos que nunca más levantaría sus alas. Pero no nos importó. Porque a nadie le importa una hormiga que pasa corriendo a su lado.
Pero aquella hormiga se marchaba con sus alas ensangrentadas por delante y una risa. Una risa que se quedó grabada para siempre entre el fuego.

El fuego que nos consumió a todos. 

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