Le encantaba pasearse por los
tejados. Bailar encima de las tejas, sentarse en lo alto de las chimeneas,
estirar una mano para intentar tocar las estrellas, prometerse que el próximo
día todo iría mejor. Incluso cuando sabía que era mentira. No le importaba
romper aquellas promesas porque ya estaba acostumbrada. Nunca le habían hecho
una que fuese cierta.
Aquel día estaba en el tejado más
alto, mirando por encima del hombro a todas esas personas que siempre la
miraban así a ella. Le parecían pequeñas. Pequeñas como hormigas. Pensaba que
aplastarlas sería tan fácil como eso, y se reía. Porque ella era una bailarina
de tejado y pensaba que podía hacer lo que quisiera. Mientras estuviera allí
arriba con las estrellas al alcance de los dedos y sus alas hechas de promesas
rotas.
–¿Tienes miedo?
Ella ladeó la cabeza. Sus alas se
mecieron a su espalda y siguió el rastro de una estrella fugaz con los dedos.
–No –mintió. Mintió como siempre
lo hacía: con una sonrisa estampada en la cara y su mirada cargada de fuego. No
era difícil adivinar cuando decía la verdad. Cuando su cabeza estaba gacha y ya
no le quedaban fuerzas suficientes para levantar las alas.
Pero no era aquella noche. Aquella
noche era especial. Porque se sentía más poderosa que nunca. Porque sus alas
estaban rotas y pesaban a su espalda, porque las estrellas ya no querían seguir
el juego de sus dedos y porque no sólo su mirada estaba cargada de fuego.
–Siempre lo he esperado.

Pero aquella hormiga se marchaba
con sus alas ensangrentadas por delante y una risa. Una risa que se quedó
grabada para siempre entre el fuego.
El fuego que nos consumió a todos.
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