Éramos dos
figuras recortadas por la lluvia.
Y ya no sé
qué éramos antes, antes de que todo cambiara, y nos empezara a gustar la lluvia
como antes nos gustaban los días soleados. Tampoco alcanzo a recordar cuándo
cambió todo, cuándo dejó de gustarnos reír para entregarnos al silencio. Y es
que el silencio es parte de nosotros, parte de algo más grande de lo que ya no
podemos escapar. Es el silencio amortiguado por la lluvia. Es silencio, y a la
vez no lo es. Y es que el silencio no duele.
Nos gustaba el
sol, porque nos recordaba a nosotros: siempre estaba ahí, calentando lo que
había dejado helado e impulsando el corazón a latir otra vez, siempre de nuevo,
sin dejarlo rendirse. Un calor que te recorría por dentro, abrasándote. Porque era fuego, como nosotros. El sol
era eterno. Era la esperanza, porque sabíamos que siempre volvería a salir, que
resurgiría.
Y odiábamos
la lluvia. Porque era efímera, y ocultaba el cielo, donde nos sentíamos
totalmente libres. Era nuestra jaula de barrotes intangibles, que nos oprimía
el pecho, pero nos dejaba cantar. Cantar, susurrando.
Me pregunto
cuándo dejamos de cantar. Me pregunto si fue en el mismo momento que un día,
así, por las buenas, dejaste de respirar. Quizá porque ya no soportabas más esa
jaula, porque tu tenías alas, y no
podías permitir estar encerrado. Si querías volar, volabas.
Y volaste.
Porque tú no podías estar atado. Atado en el suelo, atado a una camilla con una
máquina que respiraba por ti. Así que ya está. Cerraste los ojos, me brindaste
una sonrisa. Y echaste a volar.
Porque nosotros éramos lluvia. Éramos las nubes que eclipsábamos todo, los que
sumíamos al resto en oscuridad. Los que éramos tan estúpidos para eclipsarnos a
nosotros mismos. Y aquel día, te odié. Te odié más que nada, porque éramos lluvia,
y siempre desaparecíamos. Pero lo hacíamos juntos. Podías haber vuelto a ver
salir el sol, pero tú cerraste los ojos y dejaste de verlo. Cuando cortaste tus correas, porque nadie
iba a cortar tus alas.
Ya nunca sale
el sol. Algunos dicen que sí, que mire al cielo, que puedo verlo. Pero yo nunca
lo logro. Ni siquiera soy lo suficientemente valiente para levantar la cabeza y
clavar la vista en ese orbe dorado. Quizá porque consigo convencerme de que, si
no miro, está lloviendo. Y así, de alguna forma, siento que estás aquí. Porque
este paraguas que siempre llevo es demasiado grande para uno solo.
«Éramos dos
figuras recortadas por la lluvia. »
No hay comentarios:
Publicar un comentario